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David Handa vaciló al subir los escalones de entrada de la mansión de los Casse. El mayordomo mantenía abierta la puerta de madera tallada, pero él apenas podía oír la música, las voces y el chocar de vasos que llegaban desde el interior. No se había sentido más inseguro en toda su vida. Al preguntarse si Barbara Fontiou, su hermanastra, le daría la bienvenida, una fría sonrisa de burla se dibujó en su rostro. En los últimos años, ¿cuándo se había alegrado ella de su presencia? Una vez lo quiso, pero él la rechazó, tratando de apagar las violentas emociones que le inspiraba desde que su padre se había casado con la madre de Barbara.
Se pasó una de sus grandes y delgadas manos por la cabeza, sin despeinarse. Tenía el pelo corto y rubio, y los ojos verdes, y en aquellos momentos, allí de pie, elegante y apuesto, miraba reflexivamente a algunas mujeres allí presentes. Sin embargo, no tenía ojos para ninguna de ellas. Le llamaban «el hombre de hielo». Y no porque hubiera nacido en un país frío.